Capítulo 2 de NOVELA VOYEUR: Códice



Escarbando en bibliotecas virtuales, Irina –espeleóloga webeana– logra un hallazgo que nos permitirá proceder en fiel concordancia con nuestros mentores: el códice zoak.

De allí extraemos los rituales que nos impondremos tras una acuciosa discusión donde desnudamos sus doctrinas. Irina -trajeada con la  infalibilidad del Papa(natas) de turno– ignora posibles armisticios, reconociendo que ningún postulado, salvo cuestiones de léxico, precisa modificaciones. Nacionalista del raciocinio, Ximena se niega.

Recibo, a destiempo, un correo electrónico donde los supuestos zoaks primigenios amenazan con “desconectarme eternamente” si insisto en mi revival pre-epicúreo. Insisto, resisto, persisto, me desvisto. Y, conmigo, ellas.

Zoak traduce, libérrimamente, “armonizadores de la tierra”. Todos los textos están escritos en segunda persona del plural y tiempo presente. Jamás se refieran al pasado o al futuro. No hay leyes, mandamientos ni prohibiciones. No se prevén condenas. Se reitera que cuando “entidades” sientan la necesidad de “moverse hacia distintas maneras de interacción” abandonen pacíficamente el colectivo.

Destaca, por su preciosismo visual y proliferación de detalles, un Libro de Rituales y Ritos.

Abundan manuscritos con recetas gastronómicas y especificaciones terapéuticas.

El calendario zoak contempla “circunferencias” (años para nosotros) de 360 anocheceres, seccionados en 10 “círculos” de 36 jornadas. Todo se relaciona con la “redondez” (del planeta, de la luna, de los óvulos, de los senos). Los días del año se equiparan con los 360º geométricos. Remitiéndonos a la etimología, comprobamos que diciembre significa décimo; noviembre, noveno; octubre, octavo; septiembre, séptimo, siendo este el almanaque original con el que se medía el tiempo.

La esencia del mundo es lo “líquido”, las corrientes, los fluidos que afloran del cuerpo. La “inmersión absoluta” en el agua, el baño diario, es rito obligado, a media mañana, desaletargándonos del sueño (única forma de comunicación con los dioses particulares de “las entidades”, encabezados -nunca mejor dicho- por la divinidad trifálica, exquisitamente obscena en su iconografía), y dándonos una renovada bienvenida a la “vigilia”.

Los ritos alimentarios son colectivos, a la sombra del comedor común donde acontecen demoradas sobremesas. La “terapéutica” es ejercida por “brebajeros” quienes además dictaminan lo que se debe comer, y en qué medida, dada la contextura y aspecto de la gente. La iridiología, bajo otra denominación intraducible, se ejerce como método diagnóstico de “afecciones” o, más correctamente, “inarmonías” orgánicas. Son omnívoros, proclives al consumo consuetudinario de proteína animal.

Se labora todos los días, bastante después del almuerzo (primera comida de la jornada) y hasta poco antes de la cena (o segunda comida). No hay concepto de vacaciones ni días libres, salvo caso de enfermedad, embarazo o indisposición menstrual.

Algo semejante a la adultez o mayoría de edad ocurre a partir de los 16 años, toda vez que los brebajeros determinan la “plenitud “ de las entidades para incorporarse activamente a la praxis de la “sexualidad creadora” (que no implica procreación). Cabe destacar que los niños y niñas zoaks se nutren, desde su nacimiento, de este entorno de naturalidad, desnudez y disfrute de los sentidos, sin los prejuicios que el grueso de las civilizaciones han venido reiterando. (¿Por qué, cuándo y cómo se perdió la brújula?). Lo que implica que la integración de los adolescentes a la adultez es un proceso horizontal, transversal diríase, desprovisto de traumas.

La procreación, decisión íntegramente voluntaria, se limita a entidades entre 35 y 40 años fisiológicamente viables, con un máximo de tres embarazos (aclaremos que la longevidad zoak bordea los 95 años, con niveles envidiables de lucidez y autonomía). El crecimiento demográfico se mantiene estable, equiparado a los recursos disponibles. Los brebajeros, una vez más, juegan un papel fundamental en todos estos items, con sus eficaces métodos anti y pro-conceptivos. Los nacimientos y defunciones se manejan como “saludos” y “despedidas”, con mínimos protocolos que se acomodan al transcurrir de lo cotidiano. Entierran a sus muertos en el bosque, envuelta su desnudez en túnicas vegetales. No existe el concepto de pareja, matrimonio, hijos ni parentescos particulares. La interacción social es una red que vincula a la totalidad de sus miembros. No hay extranjeros ni se refleja en sus escritos el conocimiento de otros pueblos.

El rito de iniciación sexual de los jóvenes ocurre entre entidades de 16 a 19 años. Un segundo estadio oscila entre los 20 y 24. Desde los 25 se integran a los “ritos mayores” o  “Rituales”, que marcan su definitiva “iniciación”.

El gran evento es la ofrenda de “gratitud” del año que concluye, a la medianoche de la jornada 360, con un festín impresionante que seguramente inspiró las posteriores leyendas de Baco y restantes imitadores. El día 1 nadie trabaja y se consumen las sobras alimenticias de la cena pantagruélica. Ceremonias menores son el natalicio número 25 (y subsiguientes hasta el 50) de las hembras.

La organización laboral -a excepción de los brebajeros, quienes son designados por el colectivo e instruidos intensivamente durante décadas– no responde al concepto de compartimientos estancos.  Desde los 16 y hasta que su capacidad lo permita, hombres y mujeres comparten distintas responsabilidades  a lo largo de su vida, dentro de las que se privilegia la capacitación a nuevos trabajadores. La enseñanza musical, herramienta y paradigma de la armonía, es obligatoria. Establecen un complejo sistema de notas que expresan en “trigramas” y ejecutan en pequeños instrumentos de cuerdas, vientos y percusión. Curiosamente, en su anticipación, no desarrollan nada parecido al clavicordio, piano o teclado, para suerte de Mozart.

Aparte de la esfera sonora, desligada de los eventos festivos, no se evidencia folklore. Extrañamos vestigios de danza, escultura,  herramientas, armas, objetos utilitarios –salvo los gastronómicos, en madera rojiza, que rayan el virtuosismo artesanal– pintura (su iconografía, ya mencionada, se limita a filigranas de grafito que recorre radicalmente la escala de grises).

La arquitectura es de una deconstrucción apasionante. Tres troncos de árboles inubicables, con diámetros hiperbólicos (siete metros de promedio) fungen de columna a sus “resguardos”. Asumimos que los zoaks, dada su conciencia ecológica y la  imposibilidad pragmática de hacerlo, no talaban los árboles, sino que se instalaban alrededor de ellos, equidistantes a la zona de recolección frutal, caza y pesca en hidrografías de agua dulce que exasperaba el verdor preponderante con sus meandros angostos y poco profundos.

Habitaban la meseta meridional de Krhezys, dominando una panorámica de 360º tan apropiada a su geometría existencial. Se valían de las vastas extensiones de cáñamo (verbigracia, cannabis sativa que consumían indiscriminadamente como infusiones –jamás se les ocurrió fumárselo, como si la idea de tragar humo resultara lógica a mente racional alguna– y en forma de incensarios para espantar los mosquitos o cualesquiera especie de plaga inoportuna que fuera).

La proverbial resistencia del cáñamo (anatemizada actualmente por la industria textil que explota el algodón, nylon, seda, raso, cachemira y casi cualquier  fibra natural o sintética) les sirvió para fabricar tapetes que aminoraban la inclemencia de la tierra sobre la que se asentaba el comedor, áreas laborales, depósitos y habitáculos donde dormían. Capas sucesivas del “mazhtoj” (subespecie del sisal o agave que hoy florece en México y se fermenta hasta obtener ese aguardiente excesivo y confeso que es el pulque –mil veces mejor que el mezcal y un millón más efectivo que el tequila para exorcizar demonios interiores, inferiores, idílicos– idóneamente impermeabilizado con resinas fósiles, constituían techos y paredes.

Moda unisex, vestían túnicas unicolores de cáñamo, teñidas por las flores amarillas de la pita. El mobiliario se reducía a mullidos cojines o colchones de sisal forrado en cannabis. Conocían el pedernal y encendían fogatas que no apagaban nunca, alimentándolas con pequeños montículos de leña que deshojaban con meticulosidad. Reciclaban obsesivamente.

Deducimos que a raíz de algún incendio de dimensiones considerables, decidieron mantener el fuego a raya, encerrando las fogatas en “círculos de agua”. Sus rústicas tuberías de troncos huecos (variedad botánica inexistente en este milenio) es el antecedente más obvio de los vasos comunicantes y los acueductos romanos. Sin poseer, desde luego, un sistema de cloacas, se deshacían del agua  “usada” almacenándola en infinidad de mínimos recipientes cerrados que transportaban a diario hasta una zona arenosa circunvecina donde la vertían.

Sus impensables instalaciones sanitarias incluían desmesuradas tinas de madera impermeabilizada que, gracias a sus destrezas de “hierbatería”, no admitía el crecimiento de moho, además de mantener  –oh, maravilla térmica– la confortable temperatura del agua que entibiaban en fogatas cercanas. Ya a estas alturas, no dejan de asombrarnos las prácticas sillas-retretes con su respectivos tanques adosado a espaldas del usuario (más adelante nos explayaremos en la importancia de las tinas para las abluciones matinales y los baños de inmersión colectiva).

Un par de consideraciones saltan a la vista:

1-   el consumo oral de cannabis –y su absorción cutánea vía textil con el efecto potenciador de la manipulación directa y constante de la planta, en adición a la invasión respiratoria producida por los incensarios– desterró la alta tensión ocular y el subsecuente glaucoma. Algún tipo de intoxicación satívica debió contribuir al temperamento sereno del zoak, en abierta sintonía con su inhostilidad, desagresividad, disfrute integral y placidez permanente. Sus rasgos psicológicos de apertura de la conciencia e hiperactivación de los sentidos se concentra con exclusividad en la actividad erótica que los ocupa al filo de sucesivas jornadas.

2- Toda inquietud filosófica, ontológica, fenomenológica se extingue futilmente al lado del portento hedonista que los ocupa sin ánimos de trascendencia que los distraigan de su senda unidireccional, unidimensional y unívoca.