Encontrar quien prodigue una felación premium ciertamente
no resulta sencillo. Hay que experimentar con paciencia. A veces las bocas
menos auspiciosas nos sorprenden por su performance y cálida hospitalidad. Son
como esos anfitriones cordiales que nos permiten relajarnos por completo y
disfrutar. Labios carnosos, en apariencia ideales, me han obsequiado mamadas
epilépticas, atolondradas, de una o dos estrellas. Lo que se dice puro empaque que
desatiende las altas expectativas despertadas en la libido del usuario. Porque
receptáculo seminal puede ser cualquier cosa. Cierto colega me narraba sus
masturbaciones adolescentes introduciendo el miembro en papayas a punto de
putrefacción que abundaban en su pueblo. Se regodeaba en el detalle de la
resistencia fugaz que ofrecía la cáscara, himen frutal del trópico; el glande
conquistando el interior húmedo y texturizado; el roce frenético que agitaba la
sobrepoblación de minúsculas semillas negrísimas y, finalmente, la generosa
oleada espermatozoica que bautizaba a la papaya como “lechoza” (este amigo sufría
pesadillas recurrentes donde frutas que exhibían su rostro aullaban su nombre
desde la cavernosidad fétida de botánicas bocas desdentadas). Recuerdo que el
personaje literario de “El lamento de Portnoy” se hacía la paja envolviéndose
el pene con un bistec de hígado vacuno. El gastroerotismo también incluye la
piel exterior, grasosa y granulada, de los cuellos de pollo, a la usanza de
preservativos avícolas, en una suerte de necrozoofilia de nuevo cuño. Total, la
enseñanza del reciclaje se propaga entre nosotros con delirio proselitista. Y
ni hablar de las innovaciones que el sex-shop propone: ventosas succionadoras
de presión variable, bocas de bolsillo, zonas pélvicas rotativas de silicón y
látex que la industria del polímero optimiza sin deterioro bursátil para sus
accionistas.
Yo,
he de decirlo, prefiero las bocas humanas femeninas. Aunque el mejor “blow job”
me lo propinó en el hídrico carnaval veneciano un(a) drag queen (con los
efluvios etílicos y las elaboradas máscaras de la comedia dell arte no me
enteré hasta el final). El/la me aprisionaba el bálano entre las papilas gustativas de la lengua y
el cielo de su boca, permitiéndome recrear, palmo a palmo, el jardín de las
delicias del Bosco. Y es que entre las particulares anécdotas del sexo oral
abundan las aficionadas que pueden llegar a lesionarte, causándote traumatismos
de índole y consecuencias diversas,. Después es conveniente introducirlo en
agua mineral helada o infusiones tibias de manzanilla que aminoren la
inflamación y borren hematomas comprometedores que de ninguna manera han de
exhibirse en plan de trofeo de guerra (otro amigo ostenta, en pequeños
frasquitos con formol, su curiosa colección de hímenes desgarrados, metáfora de
orquídeas preservadas en invernaderos clandestinos).
Pero,
volviendo a la oralidad –que no a la verbalización– del sexo, aquí los
dientes afilados o las aristas disparejas constituyen el enemigo que debería ser
tratado por odontólogos especializados. Hay mujeres que, vox populi ma non vox
dei, se babean. Te lo babean al estilo perro con una secreción salivar
irrestricta que te gotea hasta el sur del río grande de la ingle. Las dulcineas
te lo lengüetean como baños de gato, sin atreverse a alojarlo en su boca.
Pasión espesa se me antoja cuando me chupan los testículos, convenientemente
depilados para que ningún vello impúdico incomode la bucalidad circundante. Se
trata de facilitar el placer propio y ajeno, ya que la gratificación de una
partenaire agradecida se retribuye en detalles preciosistas cuya sumatoria
gestáltica potencia la complacencia de ambos.
Creo
firmemente que es en el coito donde la complicidad adquiere trascendencia. Si
no hay química, el asunto se tranca y nadie jode. Si las feromonas de uno y
otra no compatibilizan entre ellas, el disfrute se va, sin escalas, a la
mierda. Aunque es cierto que uno, como hombre, siempre termina. Salvo carencia,
horror u omisión, los varones eyaculamos sin hacerle ascos a las condiciones
meteorológicas. Es más, a veces apuramos el paso para recuperar nuestra
indumentaria y emprender una retirada estratégica. Y el summum, sí, es acabar
dentro. Supongo que debe ser un antiguo tic nervioso de nuestra nuevemesina estancia
uterina. Dentro. Adentro. A bocajarra. Si es nuestro elixir, será divino.
Santificando cada orificio con nuestra buenaventuranza seminal, viscosa y
perfumada. Millones de espermatozoides lo agradecen moviendo tiernamente sus
colas. Gentiles mascotas genitales buscando hogares adoptivos. Consagrados a la
perpetuación de la especie. Follad y eyaculáos. Multiplicad vuestros orgasmos,
dicta mi dios hedonauta. Una divinidad erecta que se masturba complacido
contemplando la magnificencia de sus criaturas. Senos turgentes que apuntan al
sol, la luna, los planetas y las estrellas. Junglas de vellos púbicos bañados
en semen, sudor, cataratas de fluidos. Orificios dedicados, en cuerpo y alma,
al santo oficio del sexo placentero. Bacanal planetaria de desnudos adosados.
Nadie sabe donde concluye su mismidad y comienza la mía. Otredades
interconectadas. Buscando oro en minas dérmicas. De donde surgen rubíes y
diamantes. Recital de membranas que se contraen y expanden. Sonidos guturales
que nos reconcilian con el entorno por opresor que sea. Digitalización de
labios mayores y menores con sus particularísimos improptus que hacen palidecer
a Schubert. Acordes étnicos del pene y el escroto percusionando el pubis.
Sincronía pélvica inclonable, aún para las computadoras más avanzadas que
indagan las coordenadas de la vida.
En
un complot planetario, los jerarcas autodesignados de las religiones
organizadas han pretendido, desde siempre, erradicar el sexo. Conocen a
plenitud su poder proverbial, embriagante y conciliatorio. Y le temen. El
placer de los sentidos los paraliza de terror, pues lo saben irrepresable. Es
eros o tánatos. Satisfacción o destrucción. El sexo adhiere, cohesiona, otorga
conciencia de especie global. Intentan en vano escamotear nuestra fisiología y
animalidad que se impone sobre sucesivos barnices de civilización y cultura.
Barbarie institucional impuesta, miedo mediante, a fuego y sangre. Pero, una
vez más y como siempre, nuestra genitalidad se impone. Nadie puede ocultar
eternamente que somos penes y vaginas bípedos que, para gozar, asumimos
posturas cuadrúpedas, al ras de la tierra que nos sustenta. Vaginas y penes son
quienes mandan. A pesar de cetros y coronas, cruces y banderas, escudos y
armas, ropajes, uniformes y hábitos. Tenemos urgencia de estar juntos. Unos
sobre otros, dentro de otros. Deseamos fervientemente ser otros y saborearnos a
nosotros mismos. Degustar. Saber a qué sabe. Asumirnos en ese espejo parabólico
y opaco.
Y
ni la gastronomía, ni el deporte, ni las artes, ni la tortura, ni la violencia,
ni todo el marketing esotérico de ninguna era ha podido reducir a eros, esa
auténtica divinidad que nos (con)mueve desde adentro, restituyendo nuestros
poderes creadores y recreativos que habitan zonas francas donde el placer y la
libertad no pagan impuestos.
Cuando
hacemos el amor somos dioses plenipotenciarios que ejercemos nuestra divinidad
mediante el portentoso instrumento de nuestros cuerpos hermosísimos, ajenos a
premisas estéticas.
El
cuerpo es un prodigio de funcionalidad ergonómica y diseño. La ingeniería
pretende imitar la sabiduría práctica de su fisiología. La inteligencia celular
es un milagro. El placer es la respuesta. Si nuestra gratificación no lastima a
nadie. Si nuestra satisfacción se proyecta en otros incentivando su disfrute,
¡voilá!
El
ejercicio pleno de la sexualidad es un método de sanación exitoso. La
estimulación de las endorfinas fortalece el sistema inmunológico. Abrazo, pues,
responsablemente, la religión del bien, del placer, de la gratitud, de la
gratificación, de la belleza, de la feliz consumación del deseo, del sexo.
Esta
filosofía de vida propugna el bienestar integral del ser humano y su entorno, a
través de la satisfacción intensiva y cualitativa de sus necesidades
impostergables: sueño, alimentación, vocación, expresión, anhelos.
Destierro
la culpa, los temores inculcados y el infierno. ¿Qué clase de dios minusválido
requiere intermediarios? “Atrás, que se callen ahora las escuelas y los
credos”, escribió Whitman. ¡De ahora en adelante desautorizamos a los fariseos!
Sexo
voluntario, seguro y placentero. Sin promesas ni escarceos. La hermandad del
humano gozoso no admite jerarquías. El cuerpo no es objeto de culto, sino
instrumento. Así, pues, que nuestra fisonomía sea lienzo, obra de arte portátil
e incesante, body painting. Sin cánones preestablecidos para que nadie
aborrezca su identidad. No hay exclusiones. La diversidad se impone en
cualquier talla, modalidad, textura, dimensión, peso. Aprenderemos entonces a
escuchar nuestro cuerpo. Apenas hace falta algo de silencio.
No
expongo nada nuevo. Documentándome, acceso a información que me remite al
polémico tratado de Acirema Aporue, en los albores del siglo pasado, sobre el
poder terapéutico y transformador del orgasmo. La máquina enciclopédica del
tiempo me permite posar mis ojos en la ignota civilización zoak y su divinidad
trifálica que permitía satisfacer, simultáneamente, las apetencias de sus
acólitas. Esta sociedad dedicada al hedonismo contemplativo desconocía, incluso
a nivel de léxico, los términos que diferencian la hetero / homo o
bisexualidad: Para ellos el placer era omnímodo y se nutría de la música, la
inspiración que proveían los vapores arrebatadores de sus brebajes y la
gastronomía entendida como experimentación organoléptica. Todo formaba parte de
ellos, como extensiones naturales de sus cuerpos. Se sugiere, veladamente, que
los más avanzados conceptos relacionados con la armonía ecológica y la cita tan
mentada “deja que el alimento sea tu medicina” proceden de los zoaks.
Deslumbrado,
y sin mayor bibliografía evidente, me desvelo pescando en internet claves que
me permitan seguirles la pista a través de milenios. En motores de búsqueda
avanzada, bordeo círculos concéntricos que me arrojan en una espiral
informática. Mareado, aplicando las ya casi olvidadas técnicas de investigación
documental que me exasperaban durante mi estancia universitaria, me tropiezo
con una página web aparentemente vinculada con aquella civilización
pre-epicúrea, más antigua que los griegos, a la sazón, sus epígonos secretos.
Expectante,
les envío un e-mail manifestándoles mi entusiasmo donde les solicito
encarecidamente que me contacten, que acusen recibo, que cumplan con el
protocolo web de responder mensajes. Escasas jornadas después, al intentar
entrar en su dominio internetiano, la pantalla me informa que tal punto.org no
existe, que no aparece registrado y que se encuentra disponible para quien
quiera hacerse con su propiedad nominal en la red.
Palidezco.
Me desconecto. Irracionalmente apago mi computador y me voy a un cibercafé
desde donde acceso con el mismo resultado. Consulto mi dirección electrónica
sin encontrar respuestas. Retorno a mi apartamento. Achispado por medio litro
de ron, enciendo el ordenador y procuro registrar a mi nombre www.zoak.ve.
Proceso
completado exitosamente. Contrato a una web-master y la instruyo prolijamente
sobre el contenido. El diseño, sin pecar de simplista, debe privilegiar la
lectura. Tiene que ser una web-page eficiente donde, a primera vista, el
visitante obtenga una inquietante panorámica que lo seduzca a profundizar si
está genuinamente interesado o que huya ipso facto. Sin proponérmelo, recluto a
mi primera doctrinaria.
Irina
es una entusiasta que pronto nos incluye en un montón de searchs, directorios e
hipervínculos. Así y todo las visitas se resienten. Los e-mails recibidos son
fatuos, vanos, imprecisos. De gente que busca otras cosas o no busca nada en
absoluto. Salvo sexo virtual entre desconocidos, alias, nicknames que los enmascaran.
Un anonimato orgiástico en solitario. Juego de naipes a distancia. Eyaculación
derrochada a manos llenas.
No
lo cuestionamos, pero pretendemos trascender eso. Irina me ha proporcionado
enfoques diversos. Acentuada por su juventud, nuestra sexualidad ensancha las
fronteras. Accedí a compartir cópula con una antigua novia de ella. Asertivo,
escuche y accedí a todo lo que se me propuso. Nada de alcohol ni nicotina.
Desnudarme y observarlas a ellas. Reencontrándose. Sorprendiéndose con otros
modos degustativos, amatorios, lubricatorios, introductorios. Y yo, al margen,
voyeur asumido, gimiendo dolorosamente erecto.
Mis
manos temblaban. No me permitieron tocarlas. Sesión museística, arguyeron a
capella. Si desacatas, juegas solo. Accedí, preso de mi celo. La protuberancia
venosa más próxima al glande latía con taquicardia. Me arañaban, me lamían. Sin
palabras, exprésate con onomatopeyas. Ellas maullaban o mugían. Yo gruñía. Me
moría de la sed y me permitieron beber de su sexo. El sabor de Irina me lo conocía,
Merlot de cosecha reciente. El de Ximena, inédito, Fontana di Papa. Juntas,
¿Jerez Fino La Ina?
Sus
pezones me fueron vedados. Filibustero sin parche, ni una sola de las 4
aureolas cegó mis ojos. Ximena me ordenó que penetrara a su amiga, cuadrúpeda,
mesa dérmica en el centro de la sala, mientras nos rondaba perversa, desnuda y
soberbia. Me aleccionaron a que me detuviera a punto de correrme. Terminar así
es demasiado fácil, rieron. Sentía mis testículos repletos. Nos vendamos los
ojos con mis corbatas, inútiles para otros menesteres. No ver nos permitirá
percibir distinto, coincidimos. Caninos, nos olisqueábamos todos a una.
Incisivos, nos ensandwichábamos hurgando nuestros orificios. Molares, nos
mordisqueábamos con salvajismo incipiente. El sentido de la realidad se
dispersa. Cuando pude, a tientas, invadí tenazmente la estrechez pélvica de
Ximena, apresurándome a inundarla antes de que me lo prohibieran.
¡
Ya somos tres neozoaks en el mundo !